Extraños Relatos urbanos II es la continuación de lo que se convirtió en una saga debido al éxito de la primera entrega del año 2010.
Es una versión más elaborada y con otros matices pero que guarda el espíritu de la primera, aunque los temas se amplían y traspasan las fronteras individuales del primero.
Entran a tallar entonces mitos más universales como el hombre lobo (conocido como lobizón e nuestra zona), o los animés, tan difundidos hoy en todo el mundo; el túmulo o el mal, retratado en El gualicho.
Una obra artesanal que vio la luz como primera publicación de Editorial de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional del Nordeste.
Presentador: Dr. Ing. Jorge Pilar.
He aqquí algunos títulos.
EL TÚMULO.
Los chicos se aburrían. Sus padres no habían tenido la más mínima consideración ni les habían preguntado si les gustaba ese pueblo.
El calor de febrero pegaba con todo y no había manera de que los enviaran con sus tíos pues estaban de viaje. Solo debían conformarse con vagar por los terrenos aledaños del pueblucho en el cual su padre fue trasladado a la sucursal del Banco.
Era muy conveniente para sus padres. Para ellos, el aburrimiento era total. Su padre fue ascendido a Gerente General y era el paso previo para un ascenso más importante a la Ciudad Autónoma. Pero debía permanecer al menos un año y medio.
¡Un año y medio! Mucho tiempo. Las vacaciones en Mar del Plata, anteriormente las fiestas con todas las visitas, el traslado, la novedad de la mudanza habían dejado paso a este aburrimiento sin precedentes. Un día tras otro se sucedían y los chicos no vislumbraban una salida a su aburrimiento.
Para colmo, solo había wifi e una zona del pueblo y el cable de Internet llegaba a su casa, pero el servicio del proveedor, comprendía únicamente unas horas al día.
No tenían amigos, o mejor dicho, los pocos conocidos de su edad o vivían lejos, o tenían actividades y gustos diferentes delos de Pablo y Roberto.
Las quejas fueron perdiendo fuerza hasta que la costumbre y la rutina dieron paso a un lento derrotero hacia la resignación.
Con sus trece y quince años, las energías sobraban, por lo que el fútbol, el tenis, y las carreras siempre estaban a la orden del día. Parecían no cansarse nunca y a pesar de haberse ya en poco tiempo acostumbrado a las correrías en horas de la siesta, hoy particularmente la atmósfera estaba pesada, como presagiando una tormenta, esas de verano que aparecen y desaparecen como por arte de magia.
Corrieron tras unas lagartijas que huían despavoridas entre los arbustos que se apiñaban al costado del montecito cercano a la vivienda. Las risas invadían la siesta en el estío y los muchachos a grandes zancos, con sus largas y fuertes piernas recorrían los senderos entre cardos, tunas, espartillos que hacían de borde entre el camino y el monte.
La lagartija asustada se metió entre unas hierbas que sobresalían y taponaban unos troncos que parecían interpuestos entre el sendero y una zona que no estaba al alcance de la vista sino solo a través de una minuciosa observación.
Este brillo inusitado, un claro extraño en la continuidad del monte, llamó la atención de los muchachos y la persecución del asustado saurio pasó a segundo lugar. No habían visto nada parecido anteriormente en sus furibundas recorridas en el pacífico bosquecito. La curiosidad pudo más y entre ambos hicieron a un lado el arbusto y vieron una zona limpia, rodeada de árboles y una especie de césped con una ondulación tan pronunciada que semejaba una pequeña colina.
Como pudieron pasaron su cuerpo por entre las plantas, las cuales afortunadamente no eran espinosas sino más bien una especie de largas hojas cubiertas de una suave pelusa tornasolada con las que hicieron contacto con las piernas y brazos desnudos de los muchachos y les dejó una sensación tan agradable como si alguien los hubiera acariciado muy cuidadosamente.
El claro ya estaba franqueado y tanto Pablo como Roberto ingresaron a un mundo nuevo. El pequeño prado tenía una barrera tan perfecta entre los árboles y las plantas que hacían de una muralla apenas franqueable a no ser por las luces del sol que se filtraban el lo alto de la fronda y los rayos que se colaban por entre las paredes de los troncos de los añosos árboles.
Retozaron un poco y empezaron a saborear el descubrimiento. No había animales ni sabandijas en el área delimitada por la añosa vegetación y un viento fresco circulaba renovando la sensación de placidez y bienestar.
Las plantas eran totalmente diferentes y un verde impactante tapizaba e suelo, con unas variaciones de color para las plantas carnosas y vivaces que se mostraban turgentes, vigorosas, altivas.
Todo era armonioso, excepto el montículo que estaba asimétrico en aquel lugar. La leve ondulación del suelo quebraba la armonía del lugar y parecía fuera de lugar. El jardín encantado se veía violentado por esta especie de giba que se alzaba sin importarle si importunaba o rompía la simetría y el buen gusto que parecía haber primado en la hechura del pequeño paraíso.
La curiosidad de los adolescentes se agudizó y entre risas, empujones- juegos a los que estaban acostumbrados- recorrieron el cerco, y se aventuraron después hacia el promontorio.
Lo recorrieron circundándolo y agotadas las instancias de conocimiento, el paso siguiente era escalarlo, aunque no significaba ningún reto para ellos, acostumbrados a trepar árboles, médanos, techos y terrazas. De un salto, y de dos zancadas, treparon la ladera que miraba hacia la pared más cercana del bosque. La pequeña cima estaba al alcance y Pablo ayudó a su hermano a escalar para colocarse junto a él. Se sentaron y de esa altura, el jardín les pareció extraño, opacado, silencioso, hasta tenebroso. Los rayos de sol mirados desde esa perspectiva, ingresaban ondulados y con colores tenebrosos, rojizos, amarronados, negruzcos. Se perdía en solo instantes la luminosidad de la que habían disfrutado hasta hacía unos momentos.
– Qué raro, dijo Roberto. Parece que es de noche, pero hay claridad.
– Es las 3 de la tarde- contestó su hermano, mirando su celular del que no se despegaba nunca.
– Claro, asintió el joven y le sacó el dispositivo, como siempre que quería que Pablo se enoje.
– ¡Devolveme el celu! –reclamó enojado el ofendido muchacho.
– ¡Paráaaa!, lo atajó a la vez que hacía a un lado un brazo y miraba con curiosidad el teléfono. ¡Mirá! No hay señal, y la hora, en vez de adelantar, retrocede- dijo asombrado.
– ¡Andá! ¡Sos un mentiroso!
– Fijate. ¡Palabra! – respondió alarmado a la vez que ponía ante los ojos de su hermano el aparato y se lo entregaba.
Ambos no creían lo que veían. El celular comenzó a aumentar su temperatura y a emitir un pequeño zumbido a la vez que el dispositivo que marcaba la hora, retrocedía segundona segundo, minuto a minuto hasta que la variación de tiempo se hacía en sentido inverso, desafiando lo que ellos conocían.
Tan entusiasmados estaban en el fenómeno que estaban observando que de pronto un aguijón se clavó en el brazo de Roberto.
– Algo me picó
– No hay bichos acá, no hay hormigas, ni abejas, nada- se burló Pablo
– Te juro que me picó algo, en el brazo- y mostró con un gesto el músculo del antebrazo donde supuestamente una alimaña había hincado su aguijón.
– No tenés nada- lo desmintió de un empujón, a la vez que lo tumbaba cuesta abajo del montículo.
Roberto cayó dando tumbos y como la elevación no era muy pronunciada, sus risotadas y las de su hermano se hicieron estridentes y el jugueteo nuevamente se inició al tiempo que Pablo descendía de la montañita y era sorprendido por una patada en el muslo.
Se trenzaron en una lucha cuerpo a cuerpo y entre risas y empujones se fueron acercando al borde del bosque y oyeron el canto de un pájaro. Esto llamó su atención y con la misma rapidez con que ingresaron mediante empujones y bromas se encontraron en el exterior y emprendieron el regreso, risueños y contentos de la aventura emprendida.
Su madre los esperaba con una merienda suculenta, refrescante. Una jarra de licuado de frutillas, el preferido de los muchachos, los refrescó de inmediato.
– ¿Qué hicieron?- preguntó su madre
– Vagamos un poco por el bosquecito. Encontramos un oasis- dijo Pablo
– ¿Oasis?- rió la mujer. Esto no es el Sahara.
– ¿Comenzamos de nuevo?- ironizó Roberto.
– No volvamos al mismo tema. Saben que su padre necesita este ascenso y debemos aguantar un tiempo en este…
– Sahara, atajaron ambos el pase que su madre había dejado para que ellos atraparan. Rieron con ganas ante la debilidad que demostró la madre.
– ¿Y que hay con ese oasis?- preguntó aliviada, al notar que sus hijos llevaban a otro rumbo las quejas.
– Mmmmm… es como un lugar alejado del montecito, pero en el medio del montecito. Distinto, lindo, lindas plantas y una montañita como para trepar, jugar, hacer ejercicios- dijo Pablo.
– Ah. ¿No es peligroso?
– No, peligroso no, es raro.
– ¿Por qué?
– Nos subimos y el celular se descompuso ahí. La hora retrocedía.
– Bueno, dijo la mujer. Puede ser un campo magnético. Hay lugares que cambian la polaridad de….
– Otra vez salió la profe de física. Mamá, estamos de vacaciones. No estás dando clase. Es solo un montecito donde vamos a distraernos.
– Está bien. Pero…no les vendría mal repasar magnetismo, polaridad y esos temas re interesantes y de la vida diaria.
– Sí, si….Muy rico el licuado, dijeron a la vez que se hacían ademán de encender el televisor, y la madre se daba una vez más por vencida.
Las tardes transcurrían sin muchos cambios y el mes de febrero parecía no tener fin. La canícula agotaba hasta que alguna brisa hacía suponer anuncio de la lluvia que trajera un momentáneo alivio para el calor agotador.
Las visitas al montecito se prolongaba durante la siesta, y a veces ya entrada la tarde los padres se preguntaban por qué pasaban tanto tiempo fuera de la casa.
– Ya se les pasará. Cuando comiencen las clases, con sus nuevos amigos van a estar molestando acá adentro todo el tiempo- la tranquilizó el padre.
– De todas maneras, quiero que les pidas que vuelvan más temprano. Ya es las 5 de la tarde.
– Lucía…. – rezongó su marido pero prometió una reprimenda.
Los chicos llegaron a los 10 minutos y el reto, rezongo, y las palabras que luego se suavizaron, solo hicieron que Pablo y Roberto las escucharan atentamente, recibieran “el castigo” de ir a bañarse, tomar la merienda y se encerraran en su cuarto.
Nada pareció inmutarlos y apenas cruzaron palabras con sus padres y en la cena, solo comieron con apetito y se levantaron de inmediato. Se sentaron en el living, callados, admirando sus celulares.
La rutina se repitió día tras día, y los muchachos, antes dicharacheros, revoltosos, inquietos y juguetones, se volvieron con el tiempo en seres huraños, callados y meditabundos. Contestaban con gruñidos, permanecían sentados e inmóviles donde lograban acomodarse y para preocupación de sus progenitores volvían del bosque cada vez más tarde.
La tarde de principios de marzo en que Lucía se dio cuenta que sus hijos no estaban en la casa, se preocupó porque comenzaba a oscurecer. Casi las 8 de la noche, si bien aún el otoño no había comenzado, se comenzaba a hacer notar muy suavemente, porque oscurecía más temprano.
Buscó a su marido, y lo conminó a que fueran a buscar a sus hijos en el monte.
No sabían por dónde buscar, y con movimientos torpes, tomaron linternas y machetes en el caso que hiciera falta cortar alguna maleza.
El sendero estaba claro, límpido y si bien la tenue oscuridad comenzaba a envolver la espesura, aún se vislumbraba el camino. No tenían idea de qué hacer. Caminaban sin rumbo, solo por intuición, solo por caminar y no esperar en casa.
Un sonido extraño llamó la atención. Giraron las linternas y la luz enfocó un matorral aplastado hacia un costado y que permitía el paso hacia un pasadizo de donde provenía el extraño sonido.
A gatas ingresaron al túnel que desembocaba en un área delimitado por árboles y vegetación prolijamente cuidados. Excéntricamente, hacia un costado, se levantaba un montículo. Sobre él, Pablo y Roberto, con sus celulares en la mano, emitiendo zumbidos extraños, miraban la nada, los ojos en el horizonte.
La policía y las máquinas del municipio se abrieron paso hacia el predio extraño y comenzaron a excavar en el montículo de tierra que se emplazaba en el lugar.
Pequeños féretros adornados ricamente estaban dispuestos en hilera, como en una disposición muy estudiada. Contenían decenas de restos humanos pertenecientes por su tamaño, a bebés y niños de corta edad. Vasijas y utensilios hacen suponer que eran de una tribu de nativos, pero aún el caso no está resuelto.
Pablo y Roberto aún siguen internados en un neurosiquiátrico y evolucionan favorablemente.
La familia se ha mudado a una ciudad más grande para acompañar la recuperación de sus hijos.
El túmulo aún es la incógnita del pueblo.
EL LOBIZÓN
La licantropía, más allá de las fantásticas películas de vampirismo y hombres lobo de las espectaculares películas, siempre han sido un menú importante entre los mitos antiguos.
En nuestra región, no pocos relatos han poblado las noche de reuniones en fogones, urbanos y no urbanos. Siempre en alguna ronda de “cuentos” los lobizones, hombres nacidos séptimo hijo varón que se convierten en lobos durante la luna llena, son protagonistas de las más espeluznantes aventuras. Algún viejito, o quizá una abuela, relatan la aparición o conversión de uno que otro vecino del pueblo, generalmente pequeño y que luego ha desaparecido de la misma manera que apareció.
Tales conversaciones, quizá se han perdido en las grandes urbes; no así en pueblos del interior, donde todo el bagaje de mitos y leyendas aún se conserva intacto, entremezclado con la civilización digital que crea otro tipo de vivencias.
Dante es el típico representante incrédulo de este tiempo de escepticismo, de relatos entregados y rendidos al raciocinio y a la comprobación de lo palpable y real.
Invitado a un asado a la estaca en una estancia o muy pomposa del interior de Corrientes, rumbeó con entusiasmo para saborear y pasar un fin de semana olvidado de los problemas de la ciudad y de su trabajo.
Un amigo lo había invitado, y como un buen asado es siempre tentación, más si es bien criollo y al estilo campero. Los hechos en la ciudad parecen insulsos comparados con el aroma, el sabor y la ambientación del campo.
Pensó que solamente era ir a comer un asado. La bienvenida de la gente de la estancia y algunos invitados al evento lo recibieron con la hospitalidad propia del hombre de campo, el paisano que agasaja a sus invitados ofreciendo lo mejor, junto con la predisposición de la gente sencilla y humilde.
Desde su llegada, el mate o leche fresca, junto con pan recién horneado, tortas fritas, buñuelos recién hechos y torta casera, hicieron las delicias del muchacho, quien no había tenido tanta atención en mucho tiempo.
Las picadas a media mañana con un buen aperitivo iban adobando al citadino y preparándolo para el manjar que ya estaba en las estacas, en cruz y la humareda aromática iba sazonando los aires a punto para el almuerzo.
Más tarde, con la degustación de la carne, las churas, las batatas y mandiocas hervidas y todo tipo d ensaladas, colmaron a Dante y lo dejaron somnoliento por un buen rato, aunque ya las pavas estaban a punto para unos buenos mates, mientras las tortas fritas se organizaban en miles de globitos producto del aceite caliente.
El anochecer, con guitarreadas, mates, cocido y bocaditos y engañadores de estómago, trajo un alivio al muchacho, que solo ingirió líquidos. Su amigo y los recientemente conocidos, y ya amigados, le hicieron pasar una tarde agradable. La conversación sobre rutinas campestres hizo que el tiempo no se sienta.
Por la noche, ya aseados y con nuevos bríos, una milongueda para quien gustare, y otros ya acompañando a los asadores. En esta ocasión dos lechones aún mamones y tres chivitos comenzaban a colorear y a emitir el aromo tan particular de la carne asada. Las jarras con fernet con coca, con vino de damajuana, con Gancia pasaba de labio en labio y no había dudas de que las charlas eran amenas.
Dante nunca se había sentido tan a gusto como en esta ocasión y celebró haber venido. Había hecho amigos y amigas sin dificultad y el temor y la angustia del atardecer en el campo, cuando los sonidos se aquietan no habían aparecido, señal de su bienestar y su rápido acostumbramiento. No había sido así en otras oportunidades. El campo y la soledad que representaba la desolación de las zonas rurales siempre habían obligado a volver lo antes posible a la ciudad. Esta vez, todo se desarrolló plácidamente.
Llegada la hora de la cena, ante la mirada atónita de su amigo, Dante se ofreció para servir la mesa y compartió con todos los comensales agradables charlas y con los asadores que vieron en él la simpatía de ciertas persona, que se dejan conquistar por la amistad, sentimiento pleno en las personas simples.
Después de la cena, los grupitos de reunión se formaron donde hombres, mujeres charlaban sobre temas varios sin que la preocupación por la hora hiciera mella, pues la cantidad de invitados era inferior a la cantidad de habitaciones de la casa grande, y una minoría se alojaba en otras dependencias aledañas, pero todas cercanas a la estancia. Dante estuvo asignado con su amigo en el grupo de cabañitas que estaba un poco más alejado del entorno, pero no con la suficientemente distancia como para que en breves minutos se accediera a las mismas.
Como el muchacho formó ronda con los asadores, otras personas entre ellas varias personas que trabajaban en la estancia y los hijos de los dueños, se entusiasmó con la conversación que trataba de cómo se formó la estancia, sus dueños, la historia del pueblo al que pertenecía la familia.
– Hermosa noche- dijo de repente sin darse cuenta por qué habló del tiempo.
– Si, asintió uno de los asadores, el que tenía más edad.
– Está clarito, ni luz hace falta- agregó Damián.
– Luna llena. Se ve todo. Hasta las ánimas se pueden ver con esta luz- dijo con una voz que originó un murmullo en algunos de los presentes.
– Ánimas, en este tiempo- rió divertido el citadino.
– Mmmm como todos los puebleros no cree en esas cosas- se burló el asador que había hablado.
– Mirá Dante- dijo Marcelo, uno de los hijos del dueño- yo soy de ciudad pero viví mucho tiempo acá. Y hay que creer o reventar. Ciertas cosas no tienen explicación.
– No digo que no existan, pero a mí nunca me pasó. No creo tampoco que alguien haya visto ese tipo de aparecidos.
– ¿Viajó alguna vez a Japón?- le preguntó el otro asador.
– No.
– Que no haya visitado Japón ni lo haya visto, no significa que no exista.
– Y si…- afirmó vencido.
– Acá murió mucha gente, y siempre se rezan novenas por esas almas en pena. Se le prende velas, se le dedican misas, y cuando hay alguna que aparece, se busca el cura, o la curandera del pueblo y la mantenemos a raya con rezos y agua bendita.
– Está bien. No quise ser grosero. Solo digo que no hablamos de eso en la ciudad.
– Si, sí. Entiendo. Es solo que acá creemos en esas cosas hay almas que no descansan y vagan pidiendo ayuda. Como este pueblo, por ejemplo, es conocido como la cuna de lobizones.
– ¿Por qué?
– Porque cada tanto hay uno entre nosotros. El séptimo hijo varón siempre se convierte en lobizón cuando hay luna llena.
– Pero esa leyenda ya no existe. Solo quedan los relatos antiguos. Ya nadie cree en los lobizones.
– ¿No? Entonces, ¿por qué el séptimo hijo varón siempre es bautizado en cierta fecha y tiene como padrino un presidente?
– Debe ser por tradición
– Y las tradiciones tienen una base verídica. Un presidente, con su cargo, con su cultura, no se prestaría a una mamarrachada.
– Mire le cuento. Había hace unos años una mujer, doña Santa. Tenía un montón de hijos. La doña era muy buena madre. Pero la desgracia quiso que uno se le muriera de indigestión. El desconsuelo era grande, pero la pobre señora estaba en un dilema. La cantidad de niños era seis. Si quedaba embarazada, sería el séptimo. Y claro, sería lobizón sin lugar a dudas.
– Ah. ¿Y qué pasó entonces?- preguntó intrigado Dante, quien se había colocado en posición de escucha, pero había aceptado la jarra que pasaba en la ronda. El relato había atrapado a toda la concurrencia.
– Y se animó nomás. Con el gurí muerto, uno más no iba a ser el séptimo, sino el sexto, así que calculó bien, y no tenía necesidad de cuidarse. Uno más, uno menos, no iba a hacer la diferencia.
– ¿Y lo tuvo?- inquirió entusiasmado. Realmente más allá de que no creía en estos relatos, estaba muy bien contado, y el hilo de la conversación se había vuelto interesante.
– Por supuesto. Un tremendo varón. Bien machito, bien fornido. Sanito como no era el anterior, el difunto angelito.
– ¿Y?
– Pare joven…. No sea tan apurado. La cosa es que el miedo quedaba. No iba a ser que igual le resultara lobizón. El cura lo recibió, bautizó y todos en paz. El chico se desarrolló sin problemas. Sanito, inteligente y una educación como ninguno de los hermanos. Cariñoso, buen hijo, servicial y honrado. Un modelo el mocito.
– Pero….
– Sí. Llegó a los años mozo, cuando los niños se hacen varoncitos, y se esperaba que de un momento a otro, el chico se convierta….y nada. El alivio para sus padres, los vecinos y el cura fue muy grande. El Nico no era lobizón.
– ¿Entonces?
– Que el destino es el destino. El Nico no se hizo bestia cuando fue adolescente. Y se sabe que los mozos cuando se hacen grandes, comienzan a ir al baile, a tener sus primeros amoríos. El chico concurría a cuanto baile había, porque se había enamorado de una chica. Buena, para colmo. Todo andaba de primera.
– Ah que bien. Pero si comenzó a contar algo, es porque no todo andaba bien…
– Efectivamente. Una madrugada de luna llena, los vecinos oyeron un espeluznante aullido. Los ladridos de los perros son conocidos. Cuando escuchan algo extraño aúllan, pero de manera distinta. Este era un rugir cavernoso, espantoso, terrible que atravesó los límites del pueblo. Provenían del montecito y los perros acompañaban a este feroz sonido. Todo el pueblo supo que nuevamente la maldición había caído sobre ellos. Solo quedaba esperar.
– ¿Y cómo hacen cuando se convierte en hombre?
– No lo sé. No sabemos cómo doña Santa recibió a su hijo. La cuestión es que el chico ya no vivió en la misma casa con su familia. Había desaparecido. Y de eso no se hablaba. Solamente las noches de luna llena, los aullidos aparecían, y animal que estuviera suelto, se encontraba al otro día despellejado, sin una gota de sangre.
– ¿Así nomás? ¿No se supo más nada?
– Nada.
– Raro, ¿no?
– No es nada raro. Es la manera en que la gente del pueblo esconde sus miserias y sus desgracias. Nadie pregunta qué pasa, qué sucede. Siempre hay una mano solidaria tendida al necesitado. Ese fue nuestro último lobizón.
– ¿No apareció más?
– No. Lo escuchamos por un tiempo, pero después el pueblo quedó en paz nuevamente. Verá usted, es tarde, se hizo las 2 de la mañana. Mañana tengo que seguir trabajando.
Dante no se había percatado de la hora. Su amigo, muerto de sueño le había dicho que se iba a acostar. Solo un pequeño grupo había quedado a escuchar atentamente lo que contaba el hombre.
Todos se desperezaron, dieron las buenas noches y se dirigieron cada cual a su lugar asignado para dormir. Desaparecieron todos del fogón que se había armado y solo restaba enfilar para el grupito de cabañas que se divisaba a lo lejos, entre la tenue bruma que se alzaba entre los árboles y la vegetación que adquiría tonos plateados a la luz dela luna.
El senderito empedrado era muy regular, y el sonido que se producía con las pisadas acentuaba el silencio de la noche. Si bien las zapatillas eran acolchadas y el vulcanizado de la goma debería atenuar el chas-chas de cada contacto entre el canto rodado y el calzado.
La luna era plena, redonda, y en Corrientes se vislumbra tan nítida en el plenilunio que por algo hay tantos enamorados de esta lunita de taragui. Sus crujientes pasos lo conducían sin sobresaltos por el sendero y la opacidad de los reflejos solo se interrumpían por alguna parte del ramaje que inauguraba una nueva penumbra a medida que las cabañas se acercaban a él.
De repente, un gran bulto se recortaba en el pequeño horizonte cercano, más allá del grupito de casas. Creyó ver que se movía, pero no era posible pues no había brisa que meciera los arbustos, tal su confusión. Agregó pasos a trecho y como hipnotizado miraba el bulto que ahora mostraba dos reflejos rojos encendidos. Parecían un par de ojos. Su corazón dio un vuelco, y si bien pocas veces había tenido miedo, esos breves instantes en que la estática figura parecía observarlo, reconoció el ancestral miedo a morir, el terror inconsciente que presagia el inminente y grave peligro.
No permaneció inmóvil, sino que avanzó con caminar inseguro en su trayectoria cuando de repente la cosa negra con ojos refulgentes se abalanzó en alocada carrera hacia donde caminaba él. No supo qué hacer. Este instante en que la mente analiza qué estrategia elegir para salvar la situación, a veces juega un una mala pasada.
Dante dudó entre enfrentar lo que se veía, o evaluó huir, es decir pegar la vuelta y desandar el camino. No era lo mejor. Igual esa cosa lo alcanzaría y lo dominaría en un instante. Solo atinó a hacerse a un lado, pero la trayectoria del monstruo- o lo que fuera que lo atacaba, siguió hacia él. El objetivo era encontrarlo, lograr dañarlo, o colisionar con él.
Cuando despertó sus ojos estaban rojos y legañosos. El sol pegaba en el vidrio de la ventana e ingresaba por las hendijas que dejaba la coqueta cortina de la cabaña. Su amigo y hombre con chaqueta estaba a su lado. Le dolía la cabeza. Antes había experimentado esa sensación de la resaca después de una noche de juerga o de brindis continuados.
– Despertó por fin- dijo el hombre de la chaqueta verde.
– ¿Qué pasa? Preguntó confundido
– Ha estado durmiendo por horas. Pero aparentemente todo está bien. ¿Que le ha sucedido?
– Eso quiero saber yo. No recuerdo nada.
– Te encontramos tirado en el senderito, cerca de la cabaña. Solo oímos un aullido que se escuchó por todas partes y después salimos todos a ver qué sucedía. Estabas acurrucado en posición fetal- le narró su amigo.
– Había un animal cerca de la casa. Quiso atacarme. Era horrible, tuve miedo, quise llegar a la puerta de la cabaña, pero después no recuerdo nada más- balbuceó con miedo a que no le creyeran.
El médico apartó a Fabián, el amigo, y se quedó explicándole largamente con palabras que Damián no podía entender, porque estaban alejados de la cama y hablaban en murmullos.
Salió Fabián de la cabaña, mientras el médico le tomaba la presión, el pulso, le hizo algunas preguntas y le auscultó en algunas zonas del cuerpo.
En poco tiempo más, llegó el asador que se había amigado con Dante y saludó. El médico terminó el análisis, y dio el visto bueno:
– Está bien. Presión y pulsos normales, no hay golpes en la cabeza, solo un poco mareado por el calmante que le inyecté. Ve bien, habla coherentemente. No tiene golpes- determinó.
– O sea… no tiene nada, ¿está bien? ¿Y el desmayo?- se preocupó su amigo.
– O tropezó y se cayó, o bebió demasiado…- comenzó el médico.
– No tomó mucho el joven- se apresuró el asador. Solo lo normal. Todos tomamos más que él. Seguro que fue otra cosa.
– Algo me chocó- se defendió e muchacho- una cosa negra, no estoy seguro si era un animal, un perro, digo o tal vez otra cosa. Quiso atacarme pero me tiró al suelo. Después no recuerdo más.
– El lobizón- señaló el viejo. Fue el lobizón que lo atacó. ¿Era grande, alto como esos perros que parecen unos caballos, hocico grande y ojos rojos?
– Todos los perros de noche tienen los ojos que brillan- dijo el médico.
– Sí, pero no tenemos perros enormes en la estancia. Y no aúllan como aulló éste.
– Pero no me hizo daño. Solo me tumbó
– En general, no mata personas, solo las asusta, las tira al suelo. Mata animales chicos o domésticos.
– ¿Y para qué me iba a asustar? Además, ustedes me dijeron que hace rato no se oye hablar de lobizones por acá.
– Mire joven. Le dije que este pueblo está maldecido. Han nacido más séptimos hijos acá que en ningún otro lugar. Y el pueblo ha crecido. No conocemos a todos. Quién le dice si no fue su primera aparición por el lugar, aprovechando que había forasteros…
El tono del viejo fue determinante. Había aparecido un nuevo hombre lobo en el pueblo. Y por azar, Damián, el forastero incrédulo y novato, afecto a la raciocinio, despreciativo de los mitos y leyendas populares quien fuera el testigo de un hecho que no tuvo explicaciones en pleno siglo XXI, la época de los iPods, celulares inteligentes, conexiones inalámbricas, notebooks y drones que conviven con los ancestrales llamados de la naturaleza que aún no tienen explicación lógica.